EL NUEVO TOTALITARISMO

EL NUEVO TOTALITARISMO

 

 

26.04.2021/ECM

 

Nos enfrentamos a un nuevo y temible totalitarismo, una ideología invisible, que desborda las tradicionales fronteras ideológicas. Un monstruo con vida propia que apela a las emociones y no a la razón, a las ensoñaciones y no a la realidad, que promete proporcionar aquello que cada uno desee, aunque sea una identidad imposible. Incrustado dentro del propio poder, compra voluntades, proporciona prebendas a quienes son sus cómplices y castiga, con la muerte civil, de momento, a quienes lo desafían.

 

Una ideología invisible que desborda las tradicionales fronteras partidistas y que ha penetrado en las sociedades democráticas, infectando como un virus nuestro pensamiento y estado de ánimo. Una amenaza indiscutible que urge entenderla y desactivarla.

 

Quizás algunas de las causas las podemos encontrar  en las enloquecidas mutaciones ideológicas que emergen de los escombros de las viejas ideologías; la vehemencia de las élites por conservar su posición; la reactancia social que eclosiona con una fuerza inusitada en el presente, han provocado un vertiginoso proceso de transformación.

 

La verdad es que se percibe desde hace un tiempo en Occidente un creciente descontento con los sistemas políticos, una pérdida de credibilidad de los dirigentes y las instituciones y una desconfianza en los medios de comunicación, raramente capaces de ofrecer información y opinión independientes y veraces. Pero no existe acuerdo sobre las causas de este fenómeno. Mientras unos cargan la culpa sobre las élites y los grupos de presión por su poder desmesurado, por manipular la información, por difundir ideologías absurdas, contrarias al sentido común, otros atribuyen la responsabilidad a los ciudadanos por su pasividad, indolencia, desconocimiento o comodidad, por su extrema apatía y dejación, que permiten a los gobernantes actuar a placer y voluntad. Quizá ambos problemas podrían estar interconectados.

 

En Amusing ourselves to death (1985) Neil Postman plantea ingeniosamente esta disyuntiva contraponiendo las dos distopías más geniales del siglo XX: 1984, de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Ambas describen sistemas totalitarios con un desmedido control político y social, donde no queda rastro de la democracia clásica. Pero cada novela señala un camino distinto hacia el despotismo. En la distopía orwelliana la opresión es explícita, agobiante y activa. Pero la tiranía huxleyana resulta sutil, imperceptible para mucha gente que se siente feliz, cómoda, encantada con ella. En una, el gobierno prohíbe sin más las potenciales vías ilustrativas a la población; en la otra no necesita proscribirlas pues a nadie le interesan. En la primera, el poder tergiversa la verdad, controla la información y la ofrece a cuentagotas y falsariamente; en la otra, el torrente de información es tan abrumador que la verdad queda disimulada, disuelta en un océano de noticias irrelevantes. En la sociedad orwelliana la cultura está cautiva, en la huxleyana es simplemente insustancial, frívola y trivial.

 

La tiranía de 1984 es aparentemente más opresiva… pero resulta mucho más fácil de identificar y combatir que la de Un mundo feliz. Siempre habrá personas dispuestas a resistirse a una dictadura represora pero no hay tantas que se opongan a un despotismo paternalista, donde la gente se deleita con diversiones banales mientras se desentiende de los problemas reales. Se rebela antes el oprimido que el narcotizado.

 

Es evidente que sobre esta humanidad se cierne un inmenso poder, absoluto, responsable de asegurar el disfrute. Esta autoridad se parece en muchos rasgos a la paterna pero, en lugar de preparar para la madurez, trata de mantener al ciudadano en una infancia perpetua».

 

Para unos el mundo occidental ha evolucionado siguiendo las pautas de Huxley, no las de Orwell. Piensan que los cambios en la tecnología de la información, especialmente la televisión, habían generado una sociedad de banalidad y diversión, que rechaza el pensamiento, que se infantiliza a pasos agigantados. La pequeña pantalla anula los conceptos, las ideas, atrofia la capacidad de abstracción y anquilosa el entendimiento, sustituyendo el conocimiento profundo por una visión superficial.

 

Esa apoteosis de vulgaridad que se ha contagiado incluso a buena parte de la prensa seria. Algunos medios escritos imitan a ciertos programas televisivos promocionando el cotilleo más obsceno, el chascarrillo, el escándalo, el sensacionalismo, esas noticias que hacen las delicias del público con mentalidad adolescente. Se percibe una fuerte deriva hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de la información y análisis rigurosos.

 

Pera otros se ha evolucionado según  la línea de 1984, como el control que ejercen los gobernantes sobre los medios para manipular la información, sea de forma directa o indirecta. O los malsanos vínculos que, en muchos países,  como España, parte del periodismo mantienen con el poder político y económico. Unas relaciones basadas en la compra, intercambio de favores o la utilización de la información como moneda de cambio para obtener ventajas, prebendas o subvenciones.

 

También es orwelliana la asfixiante opresión de la corrección política, creadora de una absurda neolengua obligatoria, que condena a los transgresores a la marginación, el vilipendio o el ninguneo. La corrección política es una ideología opresora, que pretende fijar la forma de hablar, de sentir y de pensar de los individuos, inmiscuyéndose en lo más íntimo de su vida personal y familiar. Un marco en el que, ese dictador genialmente descrito por Orwell, intentaría vigilar todas y cada una de las conciencias… afortunadamente todavía con un éxito incompleto.

 

Aceptémoslo, Occidente posee hoy día bastantes elementos huxleyanos y otros orwellianos. Pero todavía quedan espacios de libertad… para quien tenga los arrestos de ejercerla.

 

26.04.2021

 

Emilio Clemente Muñoz